jueves, 11 de enero de 2018

Delirium furibundum

Ahora (Madrid), 28 de julio de 1934

Otro golpe a la Spagna cattolica e rivoluzionaria, de Niccolo Cuneo. El cual, después de lamentarse, al final de su obra, de que la revolución española —así llamada— no marcha por el mundo, por la grandeza de España, a la conquista del mundo, “como otras modernas revoluciones”, añade que no hay en ella ni la virilidad y embriaguez de Fausto —se lo brinda a José Ortega—, ni la locura del Quijote —me lo brinda a mí—. Lo de la grandeza me hizo traer a cuenta la frase —por Cuneo, según mi versión citada de Carducci— de “la afanosa grandiosidad española”, con que se empareja lo de Nietzsche de que España se perdió por osar demasiado. Y el recuerdo de la locura de Don Quijote me trae al caso un pasaje de mi Soeren Kierkegaard, el gran danés, en que comenta aquél del capítulo primero de la parte segunda de nuestro libro —el Quijote— en que el Caballero, cuando catándole el juicio el barbero y el cura, al dar éste las nuevas de la Corte, y entre ellas, que “el Turco bajaba con una poderosa armada y que no se sabía su designio ni adonde había de descargar tan gran nublado”, exclamó que Su Majestad no tenía sino tomar su consejo. Recelaron de su locura barbero y cura; le rogaron que declarase su consejo; resistióse a ello el hidalgo; mas al cabo, así como en secreto de confesión, exclamó: “¿Hay más sino mandar Su Majestad por público pregón que se junten en la Corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España, que, aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos que sólo bastase a destruir toda la potestad del Turco?” Con lo que cura y barbero, y ama y sobrina, se percataron de que Don Quijote seguía tan loco como antes. Según Soeren Kierkegaard, más loco aún. Oigámosle.

“Como es sabido, creía Don Quijote —dice el gran danés, un Quijote también— que era un caballero andante; mas no culmina en esto su locura: Cervantes era más profundo.” Y, después de mentar el susomentado pasaje, añade: “Ya el ser un caballero andante es, si se quiere, obra de un medio loco: pero el poblar (“befolke”) toda España con caballeros andantes es, en verdad, un delirium furibundum” Y a cotejar ahora este “delirium furibundum” kierkegaardiano con los “contorcimenti dell' affannosa grandiositá spagnola”, según Carducci.

¡Tantos hemos puesto en ello nuestras manos! El que esto os dice, en su Vida de Don Quijote y Sancho, y en el final de su Sentimiento trágico de la vida, y en otros muchos escritos, ha azuzado esa afanosa grandiosidad y ese delirio furibundo. A tal punto que al traducírsele al francés algunos ensayos se añadió a su título —invención del traductor— de Verdades arbitrarias, este subtítulo: “¿España contra Europa?” ¿Contra Europa? ¿Como en la Contra-Reforma?

Mas he aquí que llega esa llamada revolución, a la que, según Cuneo, le ha faltado quijotismo, y reaparecen la afanosa grandiosidad y el delirio furibundo. Había que asombrar al mundo. Nuestra revolución republicana tenía que ser un ejemplo para los pueblos civilizados, y su Constitución, un dechado de constituciones. No habría en ella aquellas candorosidades de la de Cádiz y aquello que se dice —no lo he comprobado— de que allí se decretaba que los españoles serían honrados y benéficos, pero, en cambio...

Había que hacer una Constitución internacionalista, socialista y pacifista. Y para ello se empezó votando que “España es una República democrática de trabajadores...” (art. 1.°), así, sin más, aunque luego hubo que añadir: “de toda clase”, con lo que la declaración se quedó en puro afanoso camelo. Como en el artículo 6.° se propuso primero decir que “España renuncia solemnemente a la guerra”, sin más; pero después se le quitó solemnidad a la declaración, quedando en que “España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional”; otro afanoso camelo. Y otro en el artículo 46, en que se dice que “la República asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna”, y éste es camelo de afanosa dignidad. Es más modesto —y más divertido— lo del artículo siguiente, el 47, de que “la República protegerá en términos equivalentes a los pescadores”. Que también éstos tienen derecho a una existencia digna. Digna de pescadores, claro está.

Así, excluyendo de ciudadanía a los no trabajadores, asegurando a los trabajadores todos, incluyo los pescadores, las condiciones necesarias de una existencia digna, renunciando solemnemente a la guerra y disolviendo las “Órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado” (artículo 26), se quería crear un nuevo pueblo y, por el placer de crearlo, hacer una nueva España, auténtica, de afanosa grandiosidad y de delirio furibundo quijotesco revolucionario. ¿Y el pueblo?

El pueblo, que, medio soñando, se había dado una mañana, en unas elecciones, media vuelta en la cama —dicen que hacia la izquierda—, esperaba qué sería lo que hubiese de salir de todo ello. Y como, fuera de las mandangas constitucionales, no saliese nada, los delirantes furibundos de la revolución —revoltosos y no revolucionarios—, inquietos ante la espera pública y para darse conciencia de vencedores —que no la tenían—, se entregaron, desatraillados, a la descompostura de quemar iglesias y conventos indefensos. Y empezó a antojárseles a los revolucionarios constituyentes el Coco de la reacción monárquica y empezaron a padecer, con la manía persecutoria, la perseguidora. Y se decretó aquella desvergonzada Ley de Defensa —más bien de ofensa— de la República, que remachó el “delirium furibundum”, y no de caballeros andantes cabalmente.

Y luego Sancho, el buen Sancho, el pueblo de la media vuelta en la cama, se percata de que lo de los “trabajadores”, y lo de la renuncia a la guerra, y lo de las “condiciones necesarias de una existencia digna”, y lo de la “especial obediencia” y otros tópicos constitucionales así ni dan trabajo, ni atajan el paro, ni dignifican la existencia, ni emancipan la vida civil, y en ello están hasta los pescadores. Y que nada de eso tiene que ver con la grandeza —si se quiere, grandiosidad— española, ni con la locura —si se quiere delirio furibundo— quijotesca. Y que no hay modo de rehacer a un pueblo —por el placer de crear— tomándole como masa (arcilla) de alfarero, que se deje heñir en el torno del alfar republicano, ánfora o botijo de una nueva civilización. Sancho, el buen Sancho, sabe que Don Quijote no era un alfarero así; la mira de sus miras es sosiego al amparo de bonanza para soler soñar en paz y al día la eterna vida que pasa. No le encajan bien alfareros ni menos papamoscas que empapucen con papilla a las moscas antes de paparlas.

Y aún nos queda por decir de la grandiosidad, y del delirio furibundo, y de la revolución a la conquista del mundo del espíritu universal. Y de lo que España puede aún dar de sí.

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