lunes, 15 de enero de 2018

Desde la Magdalena de Santander

Ahora (Madrid), 22 de agosto de 1934

Contemplando desde aquí, desde esta atalaya del peñón costero de la Magdalena de Santander, antaño pedestral de un modesto semáforo, este mar de Cantabria, parte del golfo de Gascuña —Wasconia— o de Vizcaya, junto al que corrieron mi niñez y mi mocedad, aquí, se me vinieron a las mientes aquellos inolvidables versos de lord Byron cuando en su “Childe Harold”, y en el más íntimo y entrañado canto que se haya dado a la mar, le decía a ésta —en inglés, ¡claro!, que en prosa castellana vierto—: “los siglos han pasado sin dejar una arruga sobre tu frente azul; despliegas tus olas con la misma serenidad que en la primera aurora”. ¿Los recordaría aquí nuestra pobre Ena?

En estas costas arribó a pisar por primera vez tierra española Carlos de Gante, el primer Habsburgo de España, el primer Austria propiamente español, el hijo de la Loca de Castilla. En esta tierra y fue luego a enterrarse en Yuste. Desde donde contemplaba la llanada extremeña, un mar también empedernido, de rocas por olas. La tierra rocosa de que salieron Cortés y Pizarro. ¿Qué le dirían las olas de este golfo oceánico cuando venía de su Flandes —y con su cortejo de flamencos— a esta rocosa España?

También ella, Ena, soñaría desde este mirador maravilloso en su vaga e inocente niñez, en la isla de Wight, en el sosiego entre las brumas y las espumas del canal. Las olas, éstas que hacen cabrillas, vendrían a sus pies —a los pies de sus miradas— como sirenas anglicanas, susurrándole en su lengua maternal —el inglés es un susurro marino— viejos cuentos bíblicos de su niñez solitaria. La mar le desplegaría sus olas con la misma serenidad que en la primera aurora y bizmándole con recuerdos de las serenas auroras de su niñez —con sus brumas y sus espumas— le calmaría dolores de madre y de mujer. La mar sin una arruga sobre su frente azul, la mar serena. No siempre.

No siempre, no; que tiene sus galernas. Aquí ha quedado el recuerdo de una, el sábado de gloria de 1876, cuando arrugó y más que arrugó la mar su ceño, se encrespó, se enfureció, y arrancó las vidas a pobres trabajadores de la mar, pescadores de altura. Queda vivo el recuerdo, y queda en un hermoso canto de Marcelino Menéndez y Pelayo, que fue un poeta. Hasta en la erudición. La mar tiene sus galernas y pierde la serenidad. Como las tiene el pueblo. Y esto hubo de sentirlo Ena —luego Victoria— cuando un día oyó el rumor del oleaje del pueblo en revuelta, que no revolución. Ya antes, apenas al pisar tierra de España, el día mismo en que iba a compartir el trono, oyó el estampido de la barbarie y llegó a salpicarle la sangre. Y aquel estampido salvaje debió retiñirle en adelante. Con el susurro de estas olas, de estas sirenas anglicanas, que venían a morir al pie de sus miradas, debía recibir el resón agorero de aquella bomba de la calle Mayor de Madrid. Era para vivir en espíritu, ausente de toda patria terrenal.

Sí, la mar tiene sus galernas; pero su fondo, sus honduras, siempre inmutables. Las galernas, por terribles que sean, son pasajeras y son superficiales. Le fruncen el ceño, pero no le dejan arrugas en la frente. Y es que la mar es siempre niña. Con la maravillosa antigüedad del alma de la niñez. Y así el pueblo. Sus revueltas —a que los pedantes de la política llaman revoluciones, hasta cuando no lo son— le dejan intacto el seno de sus honduras. Este seno del pueblo, su entrañado regazo, hay un arado —arado de tradición— que se lo ara año a año y aún día a día, y hora a hora —“ahora y en la hora de nuestra muerte”— y lo demás, esas revueltas, es como arar en la mar.

Esos pobres políticos profesionales, de partido —de izquierda o de derecha—, esos que creen que el pueblo es arcilla en que cabe ejercer de alfarero para dar gusto a los dedos y recrearse en el placer de crear —ánforas o botijos—, esos pobres políticos cuyo hipo es tumbar al que ocupa el puesto del mando —mande o no—, provocar ese ridículo juego de la crisis, esos hablan algunas veces de la emoción popular. ¿Emoción poular? Ni antaño monárquica, ni hogaño republicana. Al seno del pueblo no llegan esos oleajes, ni sus espumas. Los siglos han pasado sin dejar una arruga en su frente que suda trabajo cotidiano. Tiene, sí, el pueblo sus oleajes y hasta sus galernas, pero son superficiales y pasajeras.

Cada vez que uno oye vaticinios o anuncios de conjuras, de conspiraciones, de revueltas, de revolución acaso, ya de renovación monárquica, ya de rescate —ese pintoresco rescate— republicano, no puede uno por menos de sonreírse —o de reírse tal vez—, sobre todo si ha sabido soler contemplar al pueblo como se contempla al campo y a la mar. Y se dice uno: “¡Bah! ¡Cosas de oficinistas!” ¿Que tal papel está a diario voceando —voz de papel, en que un cucurucho de éste hace de bocina— revoluciones? ¿O anunciando sus invenciones de golpes de Estado? Eso es peor que histeria. Porque es histeria simulada. Alguna vez, ataque epiléptico de actor en tablado.

Cuando desde aquí, desde esta atalaya de la Magdalena de Santander, la pobre Ena —luego Victoria—, oyendo a las sirenas anglicanas se distraía de sus pesares regios, alguna vez le llegaría el retintín de los susurros palaciegos, de camarillas, que decían de crisis y de favoritismos y de enredos. Pero eso no era ni el estallido de la bomba de boda ni el griterío de la asonada de la despedida revolucionaria. Y hoy los mismos susurros, las mismas camarillas. Sólo ha cambiado el nombre. ¿Renovación? ¿Rescate? Ni lo uno ni lo otro. ¿El pueblo? Es sordo para todos los afiliados a los partidos todos. Ni su tradición es la de los sedicentes tradicionalistas ni su revolución la de los que se dicen —por decirse algo— revolucionarios.

Escribo estas líneas aquí, en el que fue palacio real de la Magdalena y hoy es la sede de la Universidad de verano y las escribo frente a la mar en cuya frente no han dejado arrugas los siglos y trayendo en mi alma española el alma de mi pueblo sordo a programas, sean de renovación o de rescate.

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