domingo, 14 de enero de 2018

La rebelión de la chiquillería

Ahora (Madrid), 14 de agosto de 1934

Alguna vez, en alguno de estos mis escritos volanderos, he empleado, en remedo de nuestra ya consabida frase —originaria de José Ortega y Gasset— de la “rebelión de las masas”, esta otra: la rebelión de la chiquillería. ¿Es masa? Acaso, pero muy poco maciza, y por ello, en ciertos casos, más peligrosa. Más difícil de destruirla.

La eficacia, duradera de esas condensaciones de chiquillería es muy escasa. Las distintas asociaciones escolares —algunas con protección oficial— que he visto formarse han durado muy poco. Y es ello muy natural, pues les falta principio de continuidad. La masa escolar —me refiero a la universitaria principalmente— se renueva casi a cada año. Los directivos de ella —si es que se somete a dirección— suelen ser de los dos últimos cursos de la carrera. Y de aquí resulta que sólo persisten —y no mucho— aquellas asociaciones escolares patronadas, controladas y dirigidas por mayores, por no escolares. Y si me arguyera con lo que pasaba en naciones extranjeras diré que sus masas escolares, sus estudiantinas, difieren diametralmente de las nuestras. Ésta, la nuestra, nuestra masa escolar, no ha tenido en estos últimos tiempos ningún propósito bien definido y madurado. Por lo cual ha concluido, muy castizamente, en la guerra civil intestina.

Mas dejando para otra ocasión el examen de los últimos movimientos estudiantiles de España, quiero que nos fijemos en el fenómeno social de que la chiquillería —es su verdadero nombre— empiece a desbordar a la gente madura y experimentada en casi todos los partidos, pero sobre todo en los que llamamos extremos. Las ya famosas juventudes lo delatan. Juventudes que —lo he dicho más de una vez y he de tener que repetirlo, por desgracia, otras muchas— son más bien infancias o niñeces. Les dan tono y tino muchachos de diez y ocho a veintidós años de edad natural y civil, pero que en edad mental los más de los que conozco apenas si llegan a los siete años. Y así luego su acción sale de desentonada y desatinada. Hacen el efecto de aquellos chiquillos que solían ir por la calle, cogidos de las manos, y canturreando: “A tapar la calle, que no pase nadie...” Y aun se les ha visto a esos deportistas de la revuelta —no revolución— obligar en una carretera a los automóviles a que se pararan para dejarlos pasar.

¿Doctrinas? ¿Ideales? No es más que juego. Sólo que juegan ya con fuego. De armas de fuego. Y jugando así, bajo excitaciones de película, le quitan la vida al primero que se les atraviesa en el camino. Al fin y al cabo, aquello de los batallones infantiles y luego lo de los exploradores o “boy-scouts” era, al parecer al menos, más inocente.

Partidos de ya larga organización tradicional —la organización, su disciplina, son una tradición— se ven arrastrados por la inconsciente chiquillería de su llamada juventud. Se dice a las veces que los mayores ponen por delante a los menores —¡y tan menores!— para -escudarse en ellos; mas lo que suele suceder es que son éstos, los menores, los que les sobrepujan. Y el resultado funestísimo.

He de repetirlo. El nivel mental —no le llamemos intelectual— parece haber bajado mucho en nuestra más reciente generación. Su falta de información es aterradora. Sabe poco de todo, pero de historia nacional apenas sabe cosa. Algunos de esos chiquillos hablan mucho de Rusia o de Italia; pero si no saben de esas naciones más que saben de España, de lo que aquí pasa y pasó, aviados, o mejor: desaviados estamos. Acusan a sus padres y abuelos de retóricos; ¿pero y su retórica? Retórica de ademanes y gesticulaciones. Pues el extender el brazo, con la mano abierta o con el puño cerrado, no es más que retórica. Y muy mala retórica.

Y aquí, por vía de inciso, he de decir que me cuesta creer que ningún maestro nacional haya hecho cantar a sus niños, a los de su escuela —en ésta o en el campo— la Internacional ni saludar con el brazo extendido y el puño cerrado. Y me cuesta creerlo pues ello va contra la llamada neutralidad de la escuela nacional y hasta contra el genuino laicismo. Tanto como iría contra éstos el hacerles cantar la Salve o santiguarse. Puesto que aquel himno —el de la Internacional— y aquel ademán, el del puño cerrado, son dos actos tan confesionales como el cantar la Salve o el santiguarse. Y si se me arguyese que en rigor es imposible una enseñanza pública oficial aconfesional, que es un absurdo pretender que el maestro no deje aparecer sus creencias —o increencias, que es igual—, contestaré que eso está muy bien argüido. Ahora, que en una escuela nacional española, el deber del maestro es hacer que el discípulo no ignore la tradicional nacional, popular —esto es: laica—, española Tradición que está por encima —y por debajo— de sus concreciones de partido, secta o confesión particular.

Y volviendo —dejado ya este inciso— a lo de la chiquillería, es cosa de hacemos presentir tristes años de incultura, y hasta de barbarie, el ver el desaforado aturdimiento de esos chiquillos.

¿Doctrinas? ¿Ideales? —vuelvo a preguntar—. La manía —en muchos casos monomanía y hasta paranoica— de esa chiquillería es sobrepujar, es superar a los mayores. Se les ha metido en sus en general angostas molleras que ellos pertenecen a una generación activa y no especulativa. ¡Y hay que ver a qué es a lo que llaman acción!

Ya sé que algunos de esos chiquillos, apuntados en uno u otro extremo, me volverán a decir que no hago con estos mis escritos sino corroer y que debo retirarme —coincidiendo con mi jubilación— a rumiar a solas mis inquietudes y mis escepticismos. Pero en cuanto a disciplina, yo, que llevo más de cuarenta y cinco años haciendo discípulos, sé mejor que ellos lo que la disciplina es. Y como no la hay sin espíritu de crítica, de escéptica, y sobre todo sin información.

Y ahora a los mayores, a los que pretenden dirigir unos y otros partidos, a sus presuntos maestros, que mediten bien en el paradero de la sociedad civil española. Si se le deja a la chiquillería que tape la calle y la convierta en coso de sus deportes, a las veces sangrientos. Y a aquellos de esos mayores —de uno y otro bando contrapuestos— que dejan hombrear a los mocosos por resentimiento, a éstos... ya les pondré otra vez esto más claro. También a ellos los forzarán —no invitarán— al retiro.

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