miércoles, 3 de enero de 2018

Visiones. En el castillo de Paradilla del Alcor

Ahora (Madrid), 22 de junio de 1934

A cosa de dos leguas largas de esta abierta ciudad de Palencia yace, anejo de Autilla del Pino, cerca de Paredes del Monte, el caserío de Paradilla del Alcor, al pie de un castillo —más bien castrillo—, que fue de la Casa de Veragua. Llegamos allá, páramo arriba, por el Valle de las Monjas primero, y al último por una carreterilla, flanqueada de jóvenes arbolillos desmedrados y entre cuyas roderas crece la yerba.

Fue antaño un lugarejo poblado de unos treinta vecinos, hoy reducidos a cinco, que cuidan de unas trescientas ovejas, una veintena de vacas, algunas cabras y pocos animales más. Casas abandonadas que se derrumban, escaleras exteriores sin aramboles —barandillas—, y como colgadas en algunas, tal pobre higuera o un saúco señero, que al arrimo de las tapias toman el sol. Acuérdase uno de la “Castilla en escombros”, que aquí mismo grabó Senador Gómez. Aquí se corrían liebres cuando los hombres se corrieron. Una iglesiuca de San Pelayo, semitibetana o mongólica, con escudos señoriales, pero nada señores; ridículas cromolitografías modernas y la entrada con su enrejado en el suelo, para defenderla del ganado, y entre la que crece cruda yerba campesina: cardos, espigas de perro y malvas de humildes florecillas caseras.

El castillo. Sencillo, rudo, borroso, al parecer insignificante. Como un gran guijarro, pedrusco o jejo arqueológico. Se entra en su recinto por la ruina de una puerta flanqueada de dos torreoncillos. Luego, el torreón y sus mansiones, algunas sembradas de palominos. Junto a un corralillo zumban abejas. En una tronera, una pequeña culebrina, simbólica. Por de fuera, un reló de sol. Y ni artesonados, ni arcadas, ni columnatas, ni patios. Ni a falta de río o arroyo, siquiera estanque o charca en que se espeje para aliñarse y alindarse. Ni fosos, ni puentes. Y menos un parque. Todo alienta resignada pobreza. Mas desde arriba, desde los ventanales, la visión espléndida y trasparente del páramo y de la nava palentinos. Torre Mormojón, Baquerín, Pedraza, Paredes de Nava —de donde salieron Berruguete a tallar en madera y Jorge Manrique a tallar en romance castellano—, Fuentes de Nava, con su torre; la moza de Campos y otros más... Un gran lago de tierra dulce, desnuda y luminosa, en que parecen ancladas las naves de grandes iglesias. Tierra blanca —otras son rojas, y otras, negras—, de una dulce desnudez caliza y yesosa. En algún repliegue se esconde un remanso claustral, como el de Santa Cruz de Ribas. Tierra aluvial, no eruptiva como la granítica Ávila. De ritmo sosegado y dulce como el de las coplas inmortales de Manrique, que se llevan —“¡tan callando!”— a la mar las sales de los campos góticos sedimentados.

¿Quiénes dijimos de adustez y de ceñudez? También este páramo y esta nava susurran sus coplas. Y guardan sus fósiles, como aquellas tortugas que aparecieron al pie del Otero. Guardan tradición enterrada y dormida. La historia es el desarrollo —la evolución— del recuerdo; el progreso de la tradición. Y la historia a las veces se remansa. Aquí la actualidad se hace eternidad. Y realidad permanente. Aquí se estudia el paisaje —en que entra el paisanaje— espiritual de Castilla; su realidad histórica actual. Paisaje de páramo desnudo y trasparente la vida íntima del caserío de Paradilla. No un lugar eruptivo y granítico. Pero es que cuando el recuerdo, en su desarrollo, pierde fluidez, se cristaliza, y la historia se hace arqueología. Aun actual. ¿O es que los últimos aluviones y erupciones políticos no han hecho acaso cristalizar esta palabra, ya insoluble: República? Y sin tener apenas ni historia, ni leyenda, ni vida, a pesar de los vivas. Mas de esto de los desarrollos eruptivos y aluviales en historia política, literaria, artística y religiosa otra vez. Otra vez de nuestros hombres públicos, graníticos y berroqueños, y areniscos y arcillosos, y calcáreos y gredosos, y carboníferos y... Y de como, en lenguaje, la forma popular, digerida, romanceada, del latín “cerebrum”, se encuentra en la encañada del Nansa —peñas arriba—, en “ciliebro”, aplicada a una capa o estrato de terreno, mientras el cerebro humano se le llama sesera —de seso: sentido— o mollera. De esto, digo, otra vez. Y de las palabras fósiles y de las vivientes, también.

En remansos como ése ni se oye bocina de auto; ni zumbidos de vuelo de avión mecánico —pues hay el otro: el arrejaque—, ni hay cine, ni radio, ni gramófono que distraigan el ánimo de gentes mecanizadas y aburridas y les quiten ojos para el campo y sus criaturas naturales, y oídos para el canto de los pájaros, los grillos, los sapos y las fuentes y el arranque del vuelo de las palomas, ni les priven de sentir en la carne —mediatamente, pues no correspondemos a la desnudez de la campiña— el toque de la yerba muelle, y verde, y fresca o tibia al sol. En ese rincón de los Campos Góticos se asienta el campesino natural. Allí, ni postes de telégrafo ni esos armatostes, pintados de rojo, que han de conducir la energía eléctrica del Duero. Porque todo eso de la mecánica está cerrándole al hombre modernizado la visión de la vida natural. Y así no pocos espíritus a fosilizarse desde la raíz a la flor, si no quedan troncados.

Y poder allí, en aquel remanso de la dulce desnudez del páramo gótico, estudiar con sosiego geología y embriología, los dos tal vez más poderosos fomentos de la mente poética, creadora; y de noche contemplar la estrellada y darse a la cavilación infinitesimal e integral del Espíritu Santo y a la “teometría” pura o de posición —mística— para vencer inconmensurabilidades —y a la vez inmensidades— terrenales y temporales. Que si la geometría pura o de posición no es propiamente métrica, tampoco la “teometría” —mística— mide, como la escolástica, por peso, número y medida. Y en ese sosiego, aun lejos de Miguel de Molinos, el aragonés eruptivo, acordarse de él y de su: “El camino para llegar a aquel alto estado del ánimo reformado, por donde inmediatamente se llega al sumo bien, a nuestro primer origen y suma paz, es la nada.” Y volver, el ánimo esforzado —más que reformado— a despertarse y avivar el seso y contemplar cómo se pasa la vida y llega la tercera muerte... ¡tan callando! A asentarnos.

Al regresar a la abierta ciudad de Palencia se asomaron a saludamos el Cristo del Otero —típica obra de Victorio Macho—, la recatada catedral palentina y la torre gótica de San Miguel, que nos lanzó una ojeada con el ojazo con que escudriña al Carrión, que, a su pie, va a dar, por otros ríos —vidas— en la mar.

Y a dónde irán a dar, a “se acabar y consumir” estas visiones? ¿Me las llevaré a Dios conmigo?

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