domingo, 25 de febrero de 2018

Cabilismo y caciquismo.―A H., señorito de la Revolución

Ahora (Madrid), 29 de marzo de 1935

Bueno, vamos a cuentas, señorito —sí, aunque protestes—, y voy a repetirte —“¿otra vez?”; ¡si, otra!— lo que ya me tienes oído. Ahora te agarras al crimen ese de Cantalejo en que unos “indígenas” cabileños mataron a unos médicos maquetos o metecos, para volver al tópico del caciquismo. Y conviene poner las cosas en claro.

Me has oído muchas veces hablar de la leyenda del caciquismo, pues éste tiene, como su historia, también su leyenda y su relación con lo del “agermanamiento”, que ya los romanos observaron en los iberos. Y sabes que cuando Joaquín Costa, santón, dirigió aquella información del Ateneo —hace ya treinta y cuatro años— sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual del Gobierno de España: urgencia y modo de cambiarla, de los sesenta y un informes que llegaron a ella —¡y de qué informantes!—, apenas en dos, en el de doña Emilia Pardo Bazán y en el mío, se intentaba explicar —lo que es justificar— el llamado caciquismo. Y no buscarle cambio. Por ello se me dijo y se ha vuelto a repetirme en casos análogos que es muy cómodo dedicarse a la diagnóstica desentendiéndose de la terapéutica. A lo que replico que más cómodo es dedicarse a la terapéutica desentendiéndose de la diagnóstica, que es dar en curandería. En que soléis dar vosotros, los... señoritos de la Revolución.

En aquel mi informe —de mayo de 1901— decía que el caciquismo acaso sea eso que se llama un mal necesario, “la única forma de gobierno posible, dado nuestro íntimo estado social”. Y luego: “Llego a creer que los más de nuestros pueblos necesitan caciques como necesitan usureros”. Y hoy, treinta y cuatro años después, lo corroboro. En cuanto a los caciques, tan los necesitan que los hacen, y a las veces, de sujetos los más opuestos al oficio. Necesitan un gestor, aunque luego, algunas veces, abuse de ellos. Y en cuanto a los usureros, hablaremos otro día, y de la función de las esclusas y los pantanos en la distribución del agua de riego. Por ahora, te remito a aquel mi informe.

En cuanto al crimen de que me hablas, no es cosa de caciquismo, sino de su progenitor, del cabilismo. O barbarie. Y el cabilismo tiene otro nombre, y es indigenismo. Cuando yo era niño y leía a Julio Verne recuerdo que adquirí la noción de que los “indígenas” eran peores que los salvajes. ¡Y toma tantas trazas el indigenismo! Una es la de aquella medida malamente supuesta socialista de la ley de Términos municipales. Contra la que les oí protestar a unos médicos rurales, antes adictos a la Dictadura, y que constituían un Sindicato médico, también de términos municipales. ¡Economía cerrada! ¡Indigenismo! A la que se adherían algunos... internacionalistas. Algún día te hablaré del internacionalismo cantonalista.

¡Indigenismo, regionalismo, cantonalismo! Y de los peores indígenas, los indígenas adoptivos... Pues se da el caso de que cuando los indígenas no encuentran otro tal que les haga de cacique, adoptan como indígena a un forastero. Y menos mal si se queda fuera. Pues el cacique se abona con la lejanía. El mejor, el de mayor extensión —y, por lo tanto, menor comprensión— de cacicato.

Y no es todo por términos municipales o comarcales, o provinciales o regionales; hay caciques de clases. Oligarquía decía Costa. Pero oligarquía no quiere decir siempre plutocracia. El sovietismo es una oligarquía. Y vosotros, los señoritos de la Revolución, ¿qué pretendíais sino establecer una oligarquía? Democracia, ¡no! El demos, el pueblo, no es clase ninguna. Y todo ello medra merced a la penuria de sentido nacional.

¿No estás viendo, por otra parte, esas luchas entre naranjeros, hulleros, trigueros, uveros, remolacheros, ganaderos y...?, sigue añadiendo. Y en medio de todo este desconcierto en que se disuelve la Patria, ¡te me vienes con ese manido tópico del caciquismo! Que es, sí, la barbarie, pero barbarie en que comulgan todos los partidos políticos, desde los de aquellos a quienes se llamó, con una frase justamente ya célebre, “los señoritos de la Regencia” hasta los partidos de los señoritos de la Revolución. Que también tiene, para su desgracia, sus señoritos como, para la suya, la Regencia los tuvo. Que el señoritismo, mellizo del indigenismo, mellizo del cabilismo —¡ahí es nada, el señorito de la cábila o del gremio!—, no es exclusividad ni de un lugar ni de una clase social. Recuerda aquello de nuestro Valle-Inclán cuando hablaba del cursi de blusa.

No, no hay que sacar las cosas de quicio ni atribuir la barbaridad cabileña de Cantalejo a supuesto caciquismo de ideología política. Ni sirve hacer leyendas, sean negras, blancas o blanqui-negras, es decir, ajedrezadas. Acaso la historia, la verdadera historia, no es ni blanca, ni negra, ni ajedrezada, sino gris. Y esto te lo dice aquel a quien tantas veces has acusado unas veces de escéptico y otras de pesimista.

Otra cosa me queda por advertirte, y es que cuando te ocupes en comentar barbaridades —o heroicidades— rurales, cabileñas, indigenistas, te andes con mucho cuidado tú, que no conoces el campo —ahora dan en llamarle agro— más que de lejos o de paso. Pues sueles desbarrar tanto como los señoritos de la otra banda. Y no vuelvas a pedirme terapéutica. Bueno será que te adiestres en la diagnóstica, dejando esa superficial patología de materialismo histórico. Estudia bien casos como ese de cabilismo —que a las veces llega a canibalismo—, de sindicalismo de términos municipales. Sanitarios, si quieres. ¡De sanidad burocrática, claro!

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