domingo, 18 de febrero de 2018

Castelar, orador

Ahora (Madrid), 20 de febrero de 1935

En la colección de “Vidas españolas e hispano-americanas del siglo XIX” (Espasa-Calpe, S. A.) ha publicado Benjamín Jarnés un muy significativo estudio sobre Castelar, hombre del Sinaí, que así se titula el libro. Muy significativo de la actitud de la juventud actual, de la generación del siglo XX frente a los hombres del XIX, y representada por uno de los más representativos, más comprensivos y más agudos de los de esta generación. Mi impresión de intermediario —Castelar fue de la generación de mis padres y Jarnés lo es de la de mis hijos— es de que Jarnés se encaró con Castelar llevando todos los prejuicios de sus coetáneos respecto a éste y a su tiempo espiritual, y según ha ido estudiándolo y dejándose ganar del espíritu castelarino ha ido rectificando esos prejuicios, mas sin declarárselo del todo a sí mismo. El personaje se le ha ido imponiendo. Como a mí se me impuso el Augusto Pérez de mi Niebla. Y de aquí las tan vitales, tan fecundas, tan sugestivas contradicciones que rebosan del excelente libro de Jarnés.

Ya en el título mismo: ...hombre del Sinaí, aparece el fecundo prejuicio. Y al principio de la obra dice Jarnés “de la personalidad castelarina” —que no es lo mismo que Castelar, ¿eh?— esto: “Yo en él veo, ante todo, un gran escritor. Después, su elocuencia, su oratoria política y de otros órdenes...” ¿Escritor? No, sino orador por escrito. Castelar no escribió sus discursos, pese a las apariencias, sino que habló, pronunció sus escritos. “No conoció la espontaneidad, no fió nunca su oratoria a la improvisación”, dice Jarnés. Y ¿qué es improvisar? ¿Es que no improvisó sus cartas, tan oratorias? Jarnés: “Cuentan de él que iba desparramando por las tertulias jirones del próximo discurso.” Y yo: es que lo iba improvisando, y no en el papel. Y cuando escribía hablaba con la pluma. Como Santa Teresa, aunque con otra retórica: alicantina y no avileña. El escritor, el específico escritor, era Valera, a quien tan a menudo acude Jarnés; Valera, el crítico, el escéptico, el de la zumba, el que, aunque sintiera la poesía —hasta compuso poemitas en verso—, no la hacía. Y también a Valera el escritor, el escéptico, el zumbón, se le impuso Castelar como se le ha impuesto a Jarnés.

Se habla a las veces de retórica contraponiéndola en cierto modo a la poesía. No Jarnés hogaño, creo, como ni antaño Valera. Si se refiere el juicio a esa quisicosa que llaman poesía pura, pase, pero la poesía pura es como el agua destilada, impotable —agria es la que nos apaga la sed y no H2O—, o como el oro puro que no se amoneda porque se gastaría. El agua potable necesita sales y el oro acuñado aleación de cobre. La retórica es sal y cobre para la poesía, la hace vividera y la acuña. “No esperamos de Castelar —dice Jarnés— ningún acto elocuente por sí mismo.” ¿Que no? Aparte de que sus grandes oraciones fueron actos —una de ellas su artículo “El rasgo”—, sus actos de gobierno, políticos, fueron elocuentísimos. Y siguen hablándonos. Ya lo veremos

Al principio de su penetrante estudio de escritor se ocupa Jarnés, siguiendo informes de Charles Benoist, de la voz de Castelar. ¡Singular acierto, seguro sentido de escritor! ¡La voz! Pero la voz espiritual; lo íntimo del verbo; el son por el que se va a la visión, el soplo o espíritu por el que se va a la idea. Dos veces le oí yo —yo que os hablo de esto— a Castelar; una siendo yo mozo, en el Paraninfo de la Universidad de Madrid; le oí materialmente y olvidé luego el timbre físico de su voz. Pero volví a oírle, y esta vez el espíritu de su voz, en Elda, donde él se crió, cuando al tener yo que hablar en la celebración del centenario de su nacimiento, hube de recitar, leyéndolos, algunos de sus más sentidos o íntimos recuerdos de niñez y de mocedad. Sentí que su espíritu encarnaba en el mío, en mi voz su voz. Y una vez más comprendí todo el sentido recóndito de aquellas palabras con que se abre el Evangelio de San Juan, de que Dios era el Verbo, y en el Verbo estaba la vida y la vida es la luz de los hombres. El verbo, la palabra, llevado por el son, el espíritu. Y por el son a la visión, lo repito. Vi la Elda espiritual por el son castelarino. Castelar me representó a su pueblo.

¿Un actor? Sin duda. Y su vida acción. Un gran actor actual, un gran político y orador, ha hablado del placer de crear. Y yo acoté: el placer de crearse. Y de recrearse. Y el placer de representar —a su pueblo— y de representarse. (Castelar no escribió para el teatro.) El pueblo, para Castelar, era público, nos dice Jarnés. ¿Y para qué hombre público no lo es? El pueblo que no es público está fuera de la historia; no tiene espíritu humano. Y como gran actor Castelar se nos aparece —nos lo dice Jarnés— como un Narciso. El público es su espejo, no siempre terso y claro. Jarnés aprovecha mucho y bien cierta autobiografía en que Castelar habla de sí mismo en tercera persona, una autobiografía de una encantadora e ingenua infantilidad. ¿Egolatría? ¿Egotismo? No; Castelar no se ve a sí mismo —¿y quién?— sino que ve el Castelar que se forja su público, su personalidad pública. Pocos menos introspectivos que Castelar; no es hombre de diario íntimo. Y por eso Jarnés le niega intimidad. Pero ¿qué es ésta? ¿Sabe Jarnés, sé yo, quienes somos?

Jarnés, que echa de menos ciertas intimidades de Castelar —intimidades eróticas—, descubre la infantilidad del grandísimo tribuno. Y dice de su biografía de Eva y de su canto a la madre: “¿Qué encantadora Dulcinea habrá quedado escondida para siempre invisible, en el corazón recatado y silencioso del casto célibe Castelar?”, dice Jarnés. Eva, le digo yo, la mujer madre, la que da la vida. “La mujer le persiguió —añade— quizá toda la vida por no haber sabido —o por no haber podido— entregar toda su vida a una mujer.” ¿Y qué es una mujer? Castelar, enmadrado desde su infancia —con algo espiritualmente del complejo de Edipo—, no encontró, o no pudo encontrar, la esposa madre, que siendo madre suya —como lo fueron su madre doña María Antonia Ripoll y su hermana Concha— le hiciera padre de hijos de la carne. Padre o acaso madre también. Su voz era una voz femenina, nos dice Jarnés. Una voz maternal, aclaro yo. “Por eso —arguye Jarnés— coqueteaba, se escuchaba a sí misma, zigzagueaba tanto, alcanzaba niveles pasionales de aquella altura; atraía y cautivaba, sin empujar a la acción.” ¿Que no? A la acción y a la pasión. La voz de Castelar ha fraguado lo mejor acaso de la acción patriótica de la España que salió de la Revolución del 68. Castelar es una de las personas madres de la España liberal, democrática y republicana. Y hay maternidades muy viriles.

Pero ahora dejo esta pluma a que se me calle. Otro día, después de un breve descanso, os diré de Castelar, persona madre de nuestra España republicana y cómo salvó a la república española, cómo posibilitó —él formuló el posibilismo— la resurrección de esa república, el hacer una república donde no hay republicanos, que creía tan difícil Prim, el de que había que destruirlo todo “en medio del estruendo”. Vamos a ver al político, amigo Jarnés. Me falta improvisar otro artículo.

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