viernes, 16 de febrero de 2018

Los amigos

Ahora (Madrid), 8 de febrero de 1935

Vengo publicando aquí, en estas mismas columnas de AHORA, Amigos míos, unas que intitulo “Cartas a los Amigos” y que lo son a sendos, a las veces supuestos Amigos, en quienes simbolizo a otros muchos. Con ello me evito el corresponder privadamente a quienes me preguntan algo, distrayéndome de mi menester público, —de publicista—, ya que, como decía un jesuita, el que se dedica al púlpito tiene que descuidar, si es que no abandonar, el confesonario. ¡Y, por otra parte, es tan enojoso tener que volver a repetir —para que lo entienda acaso uno del pelotón de los torpes— lo que se ha dicho cientos de veces y lo que tal vez puede el preguntón encontrarlo en cualquier manual o enciclopedia, en cualquier abrevadero de ciencia en extracto! Sí, yo padecí antaño de epistolomanía —y con esto correspondo a uno de los preguntones—; pero hoy ni me es posible. Hay que pensar las respuestas y ni me dejan tiempo de pensarlas. Como no haga uno lo que el político al por menor: decir primero la cosa y pensarla luego. O sea, apuntar después de haber disparado. Para que luego les ocurra lo que al apóstol Simón Pedro, que al oír la voz del gallo “se echó a llorar" (Marc., fin XIV).

Pero ahora me dirijo a los Amigos, desconocidos míos los más de ellos; a los Amigos, a los que formamos una tácita comunidad y comunión —sin comunión no hay comunidad—, que no secta, ni partido, ni unión de partidos; esas uniones que sólo sirven para desunir más, como todo lo que se produce desde fuera. Ni nos alistamos los Amigos, ni suscribimos programa alguno, ni aceptamos jefaturas. Ni nos preocupa el problema electoral de la representación proporcional. Ni aquello otro de minoritarios y mayoritarios por una parte y minimalistas y maximalistas por la otra. Todas estas estadísticas de la opinión tienen muy poco o apenas si tienen nada que ver con la conciencia pública civil. Que no es lo que se llama opinión pública. Y así, al leer yo últimamente que “ha cambiado el estado de la conciencia política” —española, se entiende—, y luego que hay que devolver a nuestra República “la sustancia y el estimulo del 14 de abril” y devolver al país la plena confianza que en ella tenía en dicho 14 de abril —palabras tomadas de un político sincero y leal—, sé al punto que en aquella fecha no había conciencia republicana ni anti-republicana en España, ni aquel movimiento mal llamado revolucionario tuvo sustancia alguna ideal ni el país confianza. Que la expectación —y hasta si se quiere esperanza— no es confianza sin más. No; nosotros, los Amigos —Amigos ahora de la República en cuanto Amigos de España—, no fiamos en partidos, ni en uniones de partidos, ni en proporcionalidades de sufragio, ni en jerarquías, ni en dogmas. Nos atenemos —¿no es así, Amigos míos?— a nuestra privada inspiración íntima —que es algo más que el libre examen— y al sentimiento de comunión y comunidad. De solitarios si se quiere.

Ya estoy oyendo lo que en silencio se dice uno de vosotros que conoce mis aficiones y preocupaciones y el curso de mis estudios, al ver esto de los Amigos —así, con mayúscula—, y lo de la privada inspiración íntima, y lo de la falta de jerarquía y de dogmas, y es: “Esto trasciende a los cuáqueros (“quakers”) o tembladores —de “quake”, temblar—, a aquellos inspirados, a menudo energúmenos o poseídos, pero pacíficos, apóstoles de la paz y de la absoluta franqueza, que se llamaron y se llaman aún a sí mismos los Amigos, “the Friends”. Y así es, Amigo mío. Esto trasciende a “the Friends”, a los Amigos, a los cuáqueros o tembladores, que, sobre todo desde Penn, tan honda huella han dejado, siendo tan pocos y tan recogidos, en la conciencia pública religiosa y civil de los pueblos anglosajones. Dejando aparte sus innegables extravagancias exteriores, Los Amigos, los cuáqueros, sabían adentrarse en la intimidad de la conciencia comunal pública e interpretarla. Y sabían —lo que vale mucho más— darse cuenta de la inconciencia civil pública. Y ojalá que entre nosotros, en nuestra España, los republicanos auténticos —¿no se dice así?— del 14 de abril supieran darse cuenta de la inconciencia política de lo más de nuestro pueblo y se aplicaran a curarla. ¿Cómo? ¿Con propaganda? ¿Con mítines? ¡Fío tan poco en ellos!

Un Amigo, un cuáquero, fue aquel John Bright, que tan hondo influyó en la política inglesa, llegando a ser ministro, aunque no adscrito a ningún partido. Su sinceridad, su lealtad, su franqueza fueron proverbiales. Nadie le ganó a decir las verdades que se dice que no deben decirse. Conservó la sustancia de aquella costumbre cuáquera de tutear a todo el mundo. Y es que no se cuidó de hacer partido ni de servir a clientela electoral alguna. Aunque hay en política algo más perturbador que la clientela de los afiliados.

Hay, sí, en política algo más perturbador que los afiliados, que la clientela de los partidarios, de los que van a buscar puestos, y es la clientela de espectáculo, la de aquel público que acude a las asambleas y mítines políticos como a una función de cine sonoro. Porque hay una política de cine y de radio. Falta, por tanto, de intimidad. Una política de campaña electoral a la mala norteamericana que puede llegar a producir el caudillo histriónico. Y de aquí mí creciente horror a tomar parte en mítines políticos. Últimamente me he rehusado hasta a dar conferencias. Las gentes del montón creen que una conferencia tiene más eficacia que un artículo —que uno de estos artículos—, que se lee a solas y sin teatralidad. Hasta hay quien cree que una palabra oída vale más que una palabra leída y afirmada por la firma de quien la escribe. Y no digamos nada del valor de la conversación intima. Y, sin embargo, esta acción recatada es acaso la más lenta, pero es la más profunda.

Hubo entre nosotros un varón señero que rehuyó esa acción espectacular, que no tomaba parte en mítines, que no habría aceptado para su obra ni el cine ni la radio y que dejó, sin embargo, en la conciencia civil de nuestro pueblo, en lo íntimo de la política y sin haberse adscrito a ningún partido, una profundísima marca. Este varón señero fue don Francisco Giner de los Ríos. Tenía mucho de los Amigos, pero de un Amigo español, castiza y clásicamente español, aunque haya necios que le diputen por un precursor de lo que llaman neciamente la anti-España. Que suele ser la intra-España.

Escribo esto como un acto de comunión. De comunión con muchos solitarios que sirven con su íntima acción cotidiana a despertar la conciencia civil de nuestro pueblo y que deploran la política de cine y radio. Sin poner por ello en duda ni la buena fe, ni la sinceridad, ni la lealtad de los otros que nos son también Amigos en el corriente sentido.

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