miércoles, 7 de marzo de 2018

Comentarios quevedianos.―I. “Pero, en fin, se vive”

Ahora (Madrid), 29 de mayo de 1935

Otra vuelta a Quevedo, ahora que se anda a tantas con Lope de Vega, que es el de turno. ¡Y qué dos mundos los suyos y ellos mismos! ¿Dos? Y hay los de Góngora, y Cervantes, y Santa Teresa, y fray Luis de León, y... y... Y todo un mundo solo. ¡Y aquella España de Quevedo, de Felipe IV, a lo que se le dice decadencia —concepto histórico bastante huero de sentido—; aquella España que crecía, como los agujeros, por sustracción —es metáfora quevediana— y cuyo más profundo y lóbrego y asqueroso hondón, su sentina, exploró aquel hombre como exploró las entrañas de su lenguaje! ¡Aquella España, comida de hambre y de envidia, hermanas mellizas! Vamos a entrar en esos hondones, de mano de Quevedo. ¿Un pesimista? ¿Y qué es esto?

Tomemos primero La vida del Buscón llamado don Pablos. Pasemos ahora por alto todo lo del dómine Cabra, el de Segovia, feroz caricatura que se pasa de la raya. A trechos estas caricaturas quevedianas recuerdan los caprichos de Coya, unos dos siglos después. (Como, por otra parte, Cervantes y Velázquez se emparejan.) Pasemos ahora por alto eso y lleguemos a cuando Pablos va a dar a casa de su tío Alonso Ramplón, el verdugo. “Verdugo era, si va a decir la verdad, pero un águila en el oficio.” ¡Y qué aguileña mirada clava en él Quevedo! El verdugo era una de sus obsesiones. Y otra el rey, Felipe IV, a quien servía Ramplón. Quien en una carta a su sobrino Pablos le dice “que si algo tiene malo el servir al rey, es el trabajo, aunque le desquita con esta negra honrilla de ser sus criados”. Y el más rendido criado, el verdugo. Le cuenta a su sobrino cómo ahorcó al padre de éste y cuñado de él. ¡Y aquellas ejecuciones montando el ejecutor sobre el cuello del ejecutado —“jinete de gaznates”— para rematarlos! El tío acaba su carta diciéndole al sobrino: “Vista ésta, os podréis venir aquí, que con lo que vos sabéis de latín y retórica seréis singular en el arte de verdugo.” Llega Pablos a casa de su tío el verdugo de Segovia y síguese aquella ferocísima escena de la comilona —y borrachera— entre pícaros, después de echar la bendición el tío, el verdugo, y comieron carne de ahorcados. Ahorcados sin efusión de sangre, añadamos. “Dijeron su responso todos, con su requiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes”. Que el verdugo y sus compinches eran buenos cristianos y servidores del rey. Mas el pobre Pablos, sufriendo el canibalismo, decidió huir de casa de su tío Ramplón, el verdugo, y le dirigió una carta de despedida que acaba así: “No pregunte por mí, que me importa negar la sangre que tenemos. ¡Sirva al rey y adiós!” ¡Qué certero y qué empozoñado saetazo, no de Pablos, sino de Quevedo mismo, y no al verdugo, sino al rey a que sirve, a cualquier rey de verdugos! “¡Sirva al rey!” Consabido es lo que quería decir servir al rey. A Flandes fue el gran duque de Alba a servir de verdugo de herejes para su rey. Del gran duque de Osuna, a que sirvió Quevedo, ya tendremos ocasión de hablar. Y más de verdugos servidores de reyes. Por ahora dejémoslo aquí.

Huido Pablos de casa de Alonso Ramplón y camino de Madrid, topa con un pobre hidalgo que se pone a contarle sus miserias. Y tantas y tales son que por boca de Pablos dice Quevedo: “Confieso que, aunque iban mezcladas con risas, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron.” ¿Enternecerse Quevedo? ¡Pues claro que sí! Y compadecerse. De los demás y de sí mismo. Ternura y compasión mezcladas con risa, con aquella terrible risa quevediana que destila lágrimas de sangre y de fuego, de aquella sangre que le importaba negar a Pablos. ¿No es acaso Quevedo mismo el que dice en un romance, poniéndolo en boca de Fabio, aquello de: “Parióme adrede mi madre; / ¡ojalá no me pariera!” ¿Es que Quevedo aborrecía la vida y sus miserias? La aborrecía y la amaba. Era, como Job, un hombre de contradicción, que reía y lloraba, afirmaba y negaba a la vez. Sigamos. El pobre hidalgo de quien Pablos —Quevedo— se enterneció, acabó el relato de sus miserias con estas preñadas palabras: “Pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey, con poco que tenga.”

“¡Pero, en fin, se vive!”, se diría Quevedo mismo para consolarse de sus propias miserias, a la vez que se burlaba de ellas. Y el vivir de Quevedo era burlarse y dolerse y condolerse. De todos y de sí mismo. Y uno de sus consuelos, hurgar y zahondar en las entrañas del romance castellano —en romances muchas veces— y entregarse al peligroso juego de jugar con las palabras y con los conceptos. ¿No hemos quedado en que Quevedo es el dechado de los conceptistas? El habló —y en La vida del Buscón precisamente— de “los hombres condenados a perpetuo concepto, despedazadores de vocablos y volteadores de razones”. ¡Condenados! Él también condenado a perpetuo concepto, a despedazar vocablos y voltear razones. ¿Condenado? Con esa condena vivía, pues, en fin, se vive, y con ello, con esas miserias, trataba de olvidar la mayor miseria. ¿Cuál es?

En La cuna y la sepultura, para el conocimiento propio y desengaño de las cosas ajenas, la más entrañable acaso de las obras ascéticas de Quevedo dice —y para siempre— esto: “Vuelve los ojos, si piensas que eres algo, a lo que eras antes de nacer y hallarás que no eras, que es la última miseria.” ¿Última en orden de grado o de tiempo? Para hallar una sentencia así, tan desgarradora, hay que acudir a Miguel de Molinos, nacido cinco años antes de la muerte de Quevedo; a aquel sacerdote aragonés, italianizado, fundador de lo que se ha llamado quietismo —y yo, “nadismo”—, que tanto influyó en los quietistas franceses y en Fenelon, o, mucho antes de él, en San Juan de la Cruz —muerto cuando Quevedo tenía once años— y que, mal que pesara a don Marcelino, tanto parentesco espiritual tiene con Molinos. Es algo que se destaca o, mejor, que se sumerge en aquel mundo de supuesta decadencia. Es una nota digna de Obermanoz, el abismático.

Y para acabar, por ahora, con esto, recordaremos aquellas últimas palabras de Quevedo, en los renglones que dictó, “afligido y flaco sumamente de disentería”, para don Francisco de Oviedo, desde Villanueva de los Infantes, a 5 de septiembre de 1645, tres días antes de morirse. Y dicen entre ellos: “Perdone vuesa merced que no discurra en cosas de las guerras ni de las paces; que pareciera ociosidad ajena del peligro en que me hallo. Dios me ayude y me mire en la cara de Jesucristo...” El padre espiritual del Buscón y de tantos otros torturados espíritus, el que distrajo el pensamiento de la última miseria, burlándose de todos y de todos enterneciéndose y discurriendo de cosas de guerra y de paz, ¿sentiría en aquellos últimos días, a pesar de la cara de Jesucristo, la sumersión en la última miseria? ¿En no ser? ¡Quién sabe...! El burlón de España, el de “en fin, se vive”, ¿pensaría que esto equivale a “en fin, se muere”?

1 comentario:

  1. se trata de una frase que sintetiza la mediocridad de la España cuando el siglo de Oro ya perdía brillo.Brazos caídos, susiros hondosy la inacción cuando restantes sociedades, que no la española, se fortalecían y organizaban.recomiendo "ESPAÑA INVERTEBRADA ( ORTEGA Y GASSET,")

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