sábado, 10 de marzo de 2018

Junto al Cabo de la Roca

Ahora (Madrid), 21 de junio de 1935

Hace unos dias, a primeros de este mes de junio, salí de mi España a respirarla fuera de ella, de su bochorno, y a sentirla desde fuera. Me vine a este extremo mar Atlántico occidental. Dejé que ahí se discutiera el presupuesto, el remedio al paro de trabajo y la ley de Prensa que sólo al llegar acá ha empezado a interesarme de veras. Salí hacia este Portugal al que tanto mi espíritu debe, a renovar viejas impresiones de sosiego en la congoja. Volvía acá al cabo de veintiún años —¡y qué años!— de ausencia. Pues estaba yo aquí, en Portugal, en agosto de 1914, cuando estalló la gran guerra mundial que tanto ha cambiado a los pueblos todos y no menos que a otros al portugués. ¡Qué días aquéllos, en Figueira da Foz, cuando devorábamos los diarios en busca de noticias! ¡Qué días de vaticinios!

No hice sino entrar ahora de nuevo en el seno de este pueblo que tanto me ha dado que soñar cuando en la frontera, en Marvão, al pasar la aduana, nos requisaban los periódicos por si traíamos algunos de los registrados en el índice de la Inquisición de Estado portuguesa. Se me decayó el ánimo. Recordé aquellos inhumanos casos, ahí en mi patria, de que hubiera podido uno ser detenido, y hasta encarcelado, por recibir y leer —en silencio— tales o cuales hojas, muchas de ellas clandestinas. Aquellos ataques a le entereza espiritual de un hombre libre. ¡Defensa del Estado! ¡Defensa de la República! ¡Defensa de la Monarquía! ¡Ay del Estado —monarquía o república— que juzga tener que defenderse ofendiendo a la humanidad de tal manera! Y recordé cuando tuve que hacer que se me echara de mi hogar y se me confinara en una isla atlántica y luego tuve que desterrarme de mi España para no someterme a callar mis quejas y mis protestas. La Dictadura primo-riverana no fue violenta ni sanguinaria, pero fue ininteligente; mezquina y estúpida, que es una manera de crueldad solapada. Ahogaba el libre examen del protestantismo civil, de la heterodoxia de Estado. ¿Pero es que ningún poder público inteligente puede juzgar que conduce a nada digno el que un pueblo no se entere de lo que pasa y de lo que se piensa fuera de él y de lo mismo que en él pasa y se piensa en silencio y ello por informes de fuera? ¡Triste guerra a la inteligencia esta ortodoxia civil de Estado! Mejida a las veces a la ortodoxia religiosa, o mejor eclesiástica, que no es igual.

Y aquí estoy, en este pueblo, en que aprendí a querer, a admirar y a compadecer, oyendo quejas de los que tienen que ahogar sus protestas, de los protestantes civiles y laicos. ¡Y hasta se decreta la alegría oficial patriótica! Patriotismo oficial. Se persigue como sospechoso al que recibe ciertos libros del extranjero. La terrible sospechosidad inquisitorial.

Aquí, un poco al norte de este risueño, verde y soleado Estoril, donde se aíslan los turistas, se alza frente al cielo y a la mar, el camoniano (de Camoens) cabo de la Roca, extremo cabo occidental de Europa, avanzada sobre América. Al contemplarlo en una puesta de sol se me vino a las mientes aquella “Caída del Occidente” —Untergang des Abendlandes— del pobre Spengler. Y pensaba en estos pobres pueblos europeos... ¿Europeos? Unos semi-asiáticos o semi-africanos, otros asiáticos o africanos, o ambas cosas a la vez. Pensaba en estos pobres pueblos europeos en que a la libertad se opone la independencia. A la libertad individual la supuesta independencia colectiva. Para poder ser nacional de esta o de aquella nacionalidad —rusa, italiana, alemana, portuguesa... lo que sea— hay que dejar de ser hombre entero y verdadero. ¿Es que no se dice por muchos en España que formamos la Anti-España los hombres enteros de ella? ¡Desdichadas naciones faraónicas en que el Estado se enriquece empobreciendo y esclavizando al pueblo, en que éste agoniza de hambre y de hastío entretenidos para poder levantar pirámides de gloria! Y quien dice pirámides dice fábricas, estadios, astilleros, cuarteles... Se muere el pueblo al pie de un monumento a su gloria. ¿Suya? La armadura del Estado se reduce a armatoste. Donde se ahoga la verdadera universalidad que es la individualidad. Sacrifícase la intelectualidad indómita a la domada animalidad doméstica. A la triste resignación.

Lo principal parece ser equilibrar el presupuesto, no sólo el de ingresos y gastos de la Hacienda pública repartiendo la pobreza, sino el presupuesto espiritual, el de ingresos y gastos de ideas, de sentimientos, de ensueños, de aspiraciones y de ilusiones. La cosa es pensar, sentir, creer, esperar, soñar en balance. Hay que evitar el déficit espiritual, a que llaman ya derrotismo, ya pesimismo. Hay que hacerle creer al buen pueblo en un destino —un sino— providencial o fatalmente prescrito, no sea que dé en buscarlo por sí mismo. Hay que darle un Dios y una patria ya hechos, acabados. Dios y patria definidos —“finidos” o finados— no sea que dé en hacérselos, en creer que la fe no es sino eterna rebusca. ¡Desdichados pueblos faraónicos que ni siquiera entienden los jeroglíficos —escritura sagrada— que adornan las pirámides, tumbas de faraones levantadas a una gloria momificada!

Aquellos navegantes que se lanzaron “mar tenebroso” adelante, tras el vellocino de oro, a las riquezas del Dorado, creyendo haber de encontrar en ellas la independencia económica del pueblo, iban en realidad huyendo de ella, iban tras la libertad del individuo, iban a asentar el contento del hombre libre en tierra libre, no acotada. Por mares antes nunca navegados a tierras antes nunca aradas. Tuvieron que acotarlas y se reanudó, en otro mundo, la vieja tragedia. Todo lo cual me dijo el sol al ponerse frente al Cabo de la Roca. Después, al caer la noche estrellada sobre la tierra europea el sol iba a levantarse en el Nuevo Mundo, pero para ponerse luego en él. Y seguir la historia, sucesión de días y noches. Y como en el cielo siempre luz íntima, de estrellas, que brota de las entrañas de la humanidad individualizada. Hombre, más que pueblo, más que nación.

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