martes, 13 de marzo de 2018

Nueva vuelta a Portugal I

Ahora (Madrid), 3 de julio de 1935

Como os dije, amigos lectores, hace pocos días he vuelto, a primeros de este junio, a Portugal, mi antiguo país amigo, del que faltaba hace veintiún años. ¡Y qué años! He vuelto hecho parte de una caravana de escritores de lenguas francesa, castellana y alemana. Y he retomado de Portugal a mi España muy obligado a los que me han procurado ese recorrido, con su despertamiento de antiguas memorias. Muy obligado a ser sincero para con el noble pueblo portugués.

Nos había invitado, con ocasión de las fiestas de la ciudad de Lisboa, el Secretariado de la Propaganda Nacional. Propaganda turística, de los encantos y ternezas acogedoras de la tierra portuguesa, y propaganda también política del régimen bajo el que hoy vive Portugal.

Hallábame yo la última vez en éste cuando en agosto de 1914 estalló la guerra mundial y entró en ella Portugal, aliado de Francia y de Inglaterra. ¿Por qué o, más bien, para qué? Para asegurar su independencia y la posesión de sus colonias. ¿Amenazadas? No lo sé; pero los que recuerden aquella campaña que emprendí a comienzos de la guerra acusando a la monarquía española de que aspiraba a la formación de un vice-imperio ibérico, en el supuesto de la victoria alemana, comprenderán los recelos de semejante amenaza.

En aquel mismo verano de 1914 conocí y traté algo a Sidonio Paes, militar y catedrático —de cálculo diferencial e integral—, luego dictador, y a quien se asesinó. Y señalo eso de militar y catedrático porque esto le diferenciaba de un João Franco, político puro, realista, posibilista, que fue quien ocasionó el regicidio de don Carlos de Braganza. A éste dediqué un epitafio —por cierto, durísimo y hasta implacable—, que figura en mi libro Por tierras de Portugal y de España.

Siguió Portugal, enredado en la guerra y en sus consecuencias, su sino, y después de eso que ha dado en llamarse por unos revolución y por otros renovación, vino a dar en la actual dictadura. En lo que allí llaman los iniciados el Estado nuevo. Que viene a ser una especie de fajismo de cátedra. Así como hubo y aun hoy hay un socialismo de cátedra, que del fajismo se diferencia muy poco. Ese socialismo de cátedra le hay aquí, en España, junto y aun frente al socialismo de calle, más bien comunismo. Y nada mejor que llamar fajismo de cátedra —pedagógico y doctrinario— al que informa el actual régimen político portugués. La dictadura del núcleo que representa Oliveira Salazar es una dictadura académico-castrense o, si se quiere, bélico-escolástica. Dictadura de generales —o coroneles— y de catedráticos, con alguna que otra gota eclesiástica. No mucha, a pesar de que el cardenal patriarca, Cerejeida, fue compañero de casa de Salazar y, como éste, también catedrático. Eclesiástico catedrático, lo mismo que otros militares catedráticos.

Los más de mis compañeros de expedición de estudio solicitaron ser recibidos por Salazar, saludarle y oírle. Yo, no. Y fue por ser yo también catedrático y no pretender ni examinarle yo a él ni que él me examinase. Además, sabía por sus escritos lo que me había de decir. Conocida su doctrina, su actividad propiamente política, sus ensayos en este sentido no me interesaban. Estaba a la vez molesto por las trabas que allí se ponían a la libre emisión del pensamiento libre, y como habría de brotarme la queja, no quería oír explicaciones a ese respecto y menos a que acaso se me dijese, como alguien allí me dijo, que no se puede gobernar como para hombres de excepción. Y si a mí se me reputaba hombre de excepción, yo reputo hombre de excepción a un dictador —aun siéndolo tan poco como Salazar—, y quería evitar un encuentro entre excepcionalidades. Y luego, lo que el catedrático dictador había de decirme ya me lo dijeron otros catedráticos: sus colaboradores. No quería, ni debía, además, perturbar con mis manifestaciones el sentimiento de un sosiego, de un orden, de una paz que para mi pueblo no deseo, como les dije en un banquete a que asistieron los ministros de Instrucción Pública y de Negocios Extranjeros.

En todo nuestro recorrido fuimos espléndidamente agasajados; se nos mostraron las mayores bellezas monumentales y naturales de Portugal y ejemplos de vida popular o, mejor, folklórica, bailes y danzas del país. Se nos quería mostrar el contento en que dicen que vive el pueblo portugués. Mas yo trataba de penetrar más allá del velo de aquellas fiestas. Se ordenaban los festejos que habían de festejar el orden. Asistimos en el claustro de los Jerónimos a un torneo medieval, profusamente escenificado, que se ha repetido gratis con destino exclusivamente a los trabajadores inscritos en los Sindicatos nacionales, de Estado. Obedece esto a la Fundación Nacional para la Alegría en el Trabajo. Algo así como lo que aquí se llama Misiones pedagógicas, aunque con más boato y no tan sencillo y tan verdaderamente popular. Procesiones que me recordaban las que los jesuitas organizaban en el Paraguay colonial para divertir —en el originario sentido de este verbo— a los guaraníes. Y ya que han salido los jesuitas y que jesuitas españoles han tenido colegio en Curía para estudiantes de aquí, he de contar cómo el Gran Hotel de Curía levantó una capilla para su clientela; pero el obispo de Coimbra se negó a consagrarla y a que se abriese al culto mientras el hotel tuviese piscina. Acaso habría sido mejor solución llenarla de agua bendita. Y basta, por ahora, de festejos de Estado.

¿Qué educación nacional puede dar una dictadura académico-castrense? Ardua cuestión. Que no se presenta ni en Italia, ni en Alemania, ni en Rusia, pues Mussolini, Hitler y Stalin de todo tienen menos de catedráticos. ¿Cómo puede espaciarse el alma popular —popular, no nacional— portuguesa fuera de sus ineludibles necesidades elementales? ¿Y el llamado nacionalismo? ¿El nacionalismo doctrinario, académico-castrense, de cátedra? O sea: ¿qué ideal histórico —histórico, no arqueológico— puede surgir del llamado —no sin pedantería— Estado nuevo?

Mas como aun me queda bastante que decir al caso, lo dejo para otro artículo.

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