jueves, 1 de marzo de 2018

Nuevas contemplaciones

Ahora (Madrid), 19 de abril de 1935

Entra uno en una recatada, solitaria y oscura iglesita de los arrabales de una villa o ciudad. Va a recoger perdidos alientos religiosos. En un rincón de la iglesita, en penumbra, al pie de un trágico Cristo español, un hombre no viejo, arrodillado, reza sollozando. A alguna distancia, en un banco, otro hombre, tampoco viejo, observa al que rezando solloza. Los dos hombres parecen haber llegado a la iglesita sin común acuerdo. Acaso ni se conocen. ¿Qué piensa o, mejor, qué siente el del banco respecto al otro? ¿Cree acaso que solloza una pérdida familiar ―la mujer, un hijo, la madre...— y él, a su vez, siente renovársele un dolor parecido? Y el de al pie del Cristo ¿se sabe observado, compadecido, acompañado en su dolor? Y si se sabe así, ¿le consuela este acompañamiento? Y ese consuelo ¿es como el que experimenta un artista que acertó a expresar su sentimiento? ¿Hay, por profunda y sincera que sea la fe del sollozante, algo de teatralidad en su actitud? ¿Por qué no se recogió a rezar y llorar en un rincón de su casa familiar, al pie de un crucifijo de familia?

El uno que entró en la iglesita a recoger impresiones se acuerda de que el Cristo dijo que donde se reúnan unos en su nombre allí estará Él, y piensa en las oraciones comunales; pero se acuerda también de que el mismo Cristo dejó dicho en su Sermón de la Montaña aquello de: “Cuando oréis no seáis como los hipócritas, que gustan orar estando en las sinagogas y en los rincones de las plazas”, sino “entra en tu cuarto y, cerrando la puerta, reza a tu Padre en lo escondido”. Y al acordarse este uno del texto evangélico se acuerda de que hipócrita no quiere decir sino actor y que el actor puede ser sincero y sentido. Piensa que el que representa un sentimiento lo hace por avivarlo y mantenerlo; piensa que todo hombre de veras conciente se está representando a sí mismo en el escenario de su propia conciencia.

Y siguiendo por este hilo de reflexiones, el que entró en la recatada, solitaria y oscura iglesita del arrabal para pensar y meditar en la presente íntima historia de su pueblo se detiene en eso de si el pueblo español es religioso, si es de veras creyente, si siente la religiosidad y con ella alguna religión, la tradicional acaso. Y piensa en lo que, aplicado al arte y a la literatura, se dice del realismo y del idealismo español, y lo de las novelas picarescas por un lado y el misticismo por otro, y lo de Don Quijote y Sancho Panza. “¿Idealismo, realismo —se dice—, idealidad, realidad?; ¿quién y cómo las distingue? Y luego, ¿espiritualismo y espiritualidad? ¿No estaría mejor pensar en la intimidad? ¿Sería ocioso hablar de “intimismo” ? Sean las que fueren las cosas y las ideas, las realidades y los ideales que unían a aquellos dos hombres de la iglesita, ¿qué pasaba en lo íntimo de ellos? ¿Qué pasaba en aquella recóndita cámara de sus conciencias —en sus trasconciencias, mejor que subconciencias—, más allá de los escenarios de ellas? Mas ¿es que existe semejante recámara? ¿Es que hay algo, fuera del teatro, en este caso religioso? Ni Juan de la Cruz o Miguel de Molinos habrían sabido decírnoslo. Y nuestro uno piensa con qué atolondrada ligereza deciden esos hombres que se figuran que la historia se reduce casi a política o ya que el pueblo español es irreligioso o ya que los españoles de casta, a sabiendas o no, quiéranlo o no lo quieran, son católicos. Y piensa en lo huera que resulta la llamada interpretación o concepción —mejor sería llamarla “conceptuación”, piensa— materialista de la Historia.

Al llegar a este punto nuestro uno se acordó de haber leído cómo un pobre hombre, a cabo de recursos de vida, se fue en Madrid a una capilla de un Cristo al que se le piden tres favores y se puso a rezarle, y luego, sacando una pistola, se suicidó. Por desesperación ¿de qué? ¿O no sería como ese característico suicidio de venganza china, cuando un deudor, reducido por su acreedor a la miseria, va a la puerta de la casa de éste y se suicida allí? Y se acordó de otros casos en que en lugares rústicos se le castiga a una imagen de santo cuando no consigue agua para el pueblo. Y pensó en el fetichismo, concepción religiosa teatral. ¿Y si el suicida ante el madrileño Cristo de Medinaceli —se dijo— fue a rematar con un suicidio teatral la representación escénica de su vida? Porque a la conceptuación materialista de la Historia, a la de Marx, nuestro uno opone la conceptuación histórica, esto es, teatral de la vida. Y le cuesta creer, desde luego, que nadie se suicide por hambre, ni aun dando a esta tan abusiva palabra el sentido tan lato que se le suele dar. Por eso que llaman hambre, a lo sumo, se mata a otro; ¿pero matarse? Y por hambre verdadera se deja uno morir. A la fuerza.

Da pena pensar que fuera de toda intimidad —real e ideal— se suelen mover los que se meten a políticos, a querer marcar curso a la historia y la cultura —material y espiritual— de un pueblo. Da pena ver qué pronto deciden que el pueblo al que quieren gobernar no tiene fe religiosa ninguna o tiene esta o la otra fe dogmática religiosa. Da pena ver cómo recitan el papel que se han adjudicado en la tragicomedia de nuestra historia política, sin zahondar en la esencia del teatro y aun dedicándose tal vez a él. Uno de ellos y de los más capaces y sinceros actores de esa tragicomedia —si es que no el más capaz y sincero de ellos—, entregado al placer de crear —de recrear un pueblo—, le decía al que esto escribe que éstas son contemplaciones que a nada conducen. ¿A nada? A crearse uno una intimidad histórica, civil y religiosa. Y a disfrutar el más abnegado y desinteresado placer, que es el de comprender lo creado. Bueno es hacer algo, pero es mejor saber lo que se ha hecho.

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