martes, 24 de abril de 2018

Cine sonoro revolucionario

Ahora (Madrid), 17 de marzo de 1936

Estamos condenados, pobres escritores públicos, publicistas, a repetir arreo las mismas cosas. Y menos mal si, en fuerza de repetirlas, acabamos por darnos cuenta cabal de ellas. Y para ser honrados en nuestra profesión —mejor, misión—, a enfrentamos con los unos y con los otros, esforzándonos a que se conozcan entre sí, éstos con aquéllos. Decíanme una vez que cuando me encaro con uno de derecha —él se lo cree así— me pongo en izquierda, y cuando con uno a quien se le antoja ser de izquierda me pongo en derecha. Y hube de responder que eso es al principio; pero muy pronto tengo que cambiar de posición, cara a ellos, y ponerme del lado a que creen pertenecer para enseñarles a defenderse, pues no lo saben. Para descubrirles la razón a que creen servir. Que no la conocen. Y no la conocen por falta del don de expresión.

Esto de la expresión es uno de mis temas favoritos, el más favorito de mis temas. Es lo distintivamente humano. Cuando oigo decir de alguien que tiene una idea de algo, pero no sabe expresarla, replico al punto que falso. Si no sabe expresarla, no tiene, en rigor, tal idea, y si no tiene idea, tampoco, en rigor, tiene cabal y humano sentido de la cosa, no la siente.

Porque hay el sentido —y, en cierto modo, sentimiento—, hay la idea, la visión, y hay la expresión, la palabra, el son. ¿Sentir? Sea, por ejemplo, un mal de muelas. Es un dolor que adquiere sentido cuando logramos localizarlo en las muelas. “¿Qué es lo que me duele, madre, que no sé dónde me duele?” Cuando se halla el donde del dolor, su lugar en el cuerpo, se adquiere una cierta visión, una cierta idea del dolor. Y así como hay no pocos enfermos que no saben dónde les duele, así en el cuerpo social, en la comunidad humana, los pueblos suelen ignorar dónde les duele cuando les duele. Y se siente humanamente, con sentido —más que con sentimiento—, cuando se acierta a localizar el dolor. Cosa a que rara vez llegan los resentidos, sean hombres, sean pueblos.

Mas no basta con la idea, con la visión —que se fija en el espacio—, sino que para fijarla bien, para razonarla, es menester saber expresarla. Y la expresión, la palabra, el son, pone la idea en tiempo, en desarrollo. El son, la palabra, la expresión, es el que concientiza, espiritualiza, humaniza lo animal que hay en el ser humano. Y un pueblo, cuando halla expresión al mal de que sufre su cuerpo social, descubre la raíz de su dolor. Su lugar y su sentido.

¡El sentido, la visión —idea— y el son o palabra! Y la tragedia de sus relaciones mutuas. Algunas veces, en mis ensueños del alba del despertar, he soñado en un sordo, un hombre sin sentido del son, que guía a un ciego, a un hombre sin sentido de la visión, y en cómo puedan entenderse. O mejor aún, en un ciego casado con una sorda o en un sordo casado con una ciega y de viaje por la vida. ¿Con qué sentido se entiende esa pareja? Y más si suponemos que el sordo —o la sorda— es a la vez mudo de expresión oral articulada. Lo que salva la tragedia es el sentido del tacto, el más radical, el más hondo, el más vital. El que da realidad verdadera, tangible, de cosa que se toca, al mundo.

El “cine” de visión y aun el “cine” de son, el “cine” sonoro, nos están arrebatando el toque del mundo, el contacto íntimo con él. Nos están imbuyendo, sin que nos demos de ello clara cuenta, el sentido —o mejor, el contrasentido— de la irrealidad del mundo. Acabamos por sentirnos como entre fantasmas. Y fantasmas nosotros mismos. De un ante-sueño —expectación— pasamos a un tras-sueño —a una desilusión—. Y esos fantasmas se nos aparecen como almas desencarnadas, como almas en pena. Y no pocas veces como malditas ánimas de la historia que pasa. La historia que estamos pasando, la historia que estamos viviendo, que estamos haciendo, se nos presenta como irrealidad de sueño. Este “cine” sonoro de la que llaman revolución ¿qué es? Y el brutal toque, el choque, el tiro que mata a uno, parece reducirse a una visión y a un son —el estampido— de película.

Venía yo hace poco en “auto” a Madrid de una ciudad castellana, donde hubo la inevitable manifestación de chiquillos y algunos mayores, de ambos sexos unos y otros, con sus estandartes rojos, y en ellos, empresas y emblemas. Una manifestación de “cine” sonoro. Y al venir luego por la carretera cruzamos con grupos de mozos, con sus pañuelos rojos al cuello, que al vernos nos saludaban alzando el brazo diestro y haciéndonos el puño. En general, festivamente. Sólo alguno nos llamó bribones y sirvergüenzas, que, pues íbamos en “auto”, habíamos de ser de los represores y explotadores.

¿Cuál es el sentido de este “cine” sonoro revolucionario?

No hay comentarios:

Publicar un comentario