domingo, 8 de abril de 2018

Programa de un cursillo de filosofía social barata V

Ahora (Madrid), 17 de diciembre de 1935

Rematé la última lección de este mi cursillo con la promesa de explicar la posición personal del exponente respecto a la valoración de las diversas posiciones políticas, sociales y religiosas, y en el caso de dos combatientes, a las de estos dos. Y dije que mi posición es de “alterutralidad”. Que si de neutralidad —de “neuter”, neutro, ni uno ni otro— es la posición del que se está en medio de dos extremos —supuestos los dos—, sin pronunciarse por ninguno de ellos, de “alterutralidad” —de “alteruter”, uno y otro— es la posición del que se está en medio, en el centro, uniendo y no separando —y hasta confundiendo— a ambos. La llamada dialéctica —mejor, polémica— la de la renombrada “coincidencia de los opuestos”, la del Cusano, la de Hegel, y en socialismo, la de Proudhon.

En rigor, comprender es valorarlo todo por igual, en realidad. Cuando, a mayores, las valoraciones no suelen pasar de calificaciones, y éstas, no más que de denominaciones. ¡Magia de los nombres! En cuanto una fe cuaja en un credo exclusivo se muere. Monarquismo, republicanismo, anarquismo, comunismo, derechismo, izquierdismo..., ¡nombres, nombres, nombres! Cuando se mira la tela de las opiniones al envés, al revés y al través se ve que los tres son uno. De un sentimiento irracional se hace una doctrina o conocimiento simbólico; de éste, un precepto, dogma o programa; de éstos, una escolástica. Hacen los partidarios —fieles— la valoración a costa de la comprensión. Hase dicho con acierto que se desaprobaría un axioma matemático si destruyera el fundamento de nuestro más íntimo anhelo vital. Ya Tertuliano, después de haber pedido perdón para la esperanza del orbe entero, plañía: “Cierta es por ser imposible.” Las doctrinas relativistas amenazan destruir la realidad en cuanto no se pliegue a nuestras más entrañadas aspiraciones. La física moderna está desvaneciendo la materia en puro idealizarla. Ya no se toma la materia materialmente. Más el espíritu.

En un orden más pragmático, un dogmático cualquiera no oye con calma el que se le diga que sus soluciones no llevan al fin que se propone y que éste no se logra de manera alguna. Que la explicación marxista de la Historia, por ejemplo, no da a ésta el valor que el proletariado exige, como ni la explicación opuesta justifica al capitalismo. ¡Pobres hombres los que se ponen a tiro hecho a marchar, por la derecha o por la izquierda, sin vaivenes ni bamboleos y sin comprender que no se abraza un problema sino a dos brazos, derecho e izquierdo, apechugándolo al corazón —que es centro alterutral—, y para manejarlo con ánimo, no diestro ni zurdo, sino maniego!

Y de pronto se me presenta aquella tremenda exclamación de Carducci, el poeta de la tercera Roma, cuando exclamó: “¡Mejor, obrando, olvidar, sin indagarlo, este enorme misterio del Universo!” Mas ¿cabe que un hombre —¡un hombre!— pueda obrar sin indagar con su obra ese misterio? Obrase para algo, y este “para” es ya una indagación de misterio. Hasta en la labor de un esclavo.

Este pobre filósofo barato no puede remediarlo, pero cuando se encuentra con un entusiasta convencido quienquiera de una cualquiera fe religiosa, social, política, artística o científica duda si compadecerle o envidiarle. Pero como se envidia a la vez que se le compadece a un demente dichoso cuando nos tortura la razón. La compasión ¿no es una forma de envidia? Pues hay días aciagos en que uno quisiera ser tan mentecato como en esos días le parecen ser la inmensa mayoría, la casi totalidad acaso, de sus compatriotas —sobre todo los jóvenes— para poder vivir en paz consigo mismo. Y escapar así a esta terrible última edición mecánica moderna del “la vida es sueño”, a este sentimiento de cine sonoro que nos da la historia que venimos viviendo, como si todos fuésemos fantasmas de pantalla que hablamos por gramófono. ¡Y qué cosas! La materia se ha hecho sombra; el hombre, un nombre; el hambre, hastío. Tiene uno que tocarse para creer en sí mismo. ¡Y aun así...!

Pero es que los combatientes —y convivientes, por ende— no combatirían, no vivirían, sin una fe y tienen que hacérsela para combatir y convivir. El martirio hace la fe, aunque no la verdad del credo, que no la fe el martirio. Lo dije hace años y aun lo recuerda un hoy converso. Y la tragedia del converso suele ser que cuanto más reniega de su pasado más se le adivina que está combatiendo consigo mismo para convencerse de que está convertido. Grita para no oírse a sí mismo, para acallar con sus gritos hacia afuera la íntima propia voz que le susurra la verdad al oído del corazón. Rumor de aguas soterrañas que minan la fe roquera.

¡La conversión al tradicionalismo —no tradición—, que parece ahora, en nuestra guerra civil, tan de moda! ¡Pobres cangilones —no regueras— de la noria de la tradición, que necesitan del servil trabajo del mulo vendado que la mueva! ¡Y, en cambio, poder ser reguera de tierra viva, ceñida de verdura del campo, y no cangilón de barro cocido o arcaduz de hierro roñado; reguera que lleve agua aireada y soleada de manantial de cumbre y no de aljibe o de alberca! ¿No ve, lector amigo, todos esos cuitados, menoscabados de seso, empantanados en mandangas, que creen en judíos, masones, brujas, fantasmas, duendes, trasgos o demonios colorados como los que, según fray Z. González, O. P., cardenal —por cuyo texto estudié—, arman los fenómenos espiritistas? Y luego, todo ello viene a degenerar en partidas que discuten incivilmente: ¡a porrazos, martillazos, hozadas, pistoletazos, cristazos...! ¡Y hay desdichado caudillo que moteja de criminal al adversario político! Y se oye la estupidez —¡así!— de la anti-Patria y de la anti-España. Rabia de pseudo-dogmatismo de cabo a rabo, y por el centro, falta de persuasión entrañada y sobra de contraseñas histriónicas. Y estornudos dementales que piden conjuro de: “¡Jesús, María y José!” Y todo ello, ¡en qué chabacanería de lenguaje, válganos Dios! Y ramplonería.

Lo mejor, más fresco y más original de mi mocedad me lo pasé escudriñando los entresijos de nuestra santa guerra civil para haber de comprenderla, que es valorarla alterutralmente. ¿Y a la postre? En el prólogo de la última y recentísima edición de mi Niebla, al comentar el apocalíptico final del Cántico del gallo silvestre, del abismático Leopardi, he dejado dicho lo que se queda cuando todo pasa y se anonada. Y ése puede ser el resultado de esta filosofía social barata. Cuando se acabe el final, fin...

¿Que no he satisfecho a los más? ¡Y qué le vamos a hacer! Yo y los que lean esto. ¿Satisfecho? Ni a mí. Definirse, valorar y tomar partido es más fácil y cómodo que estudiar, comprender y cobrar conciencia. Pero esto segundo nos lleva a la verdadera paz.

Y basta por ahora, que ocasiones vendrán de tener que volver a las andadas. Y perdone el lector estos desahogos; pero ¡le duele a uno tanto este ruedo de incomprensiones partidarias...! ¡Y de conchabanzas! Coronas, flores de lis, gorros frigios, escuadras, haces, yugos, hoces, martillos, escapularios..., amuletos y fetiches. Y dentro..., ¡nada de nada!

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